Próxima
parada... montaña mágica del Tibidabo. Me despierto sobresaltada. Me he vuelto
a quedar dormida en mi asiento. Menos mal que esta vez me he inclinado hacia la
ventana y no sobre el hombro de cualquier desconocido. ¿Tibidabo? ¡Yo he cogido
el 7 para volver a casa!
Miro al exterior. El bus está aminorando la marcha al coger las últimas curvas de la carretera dela
Arrabassada. Me pregunto qué hago llegando al parque de
atracciones y se lo pregunto también a mi compañero de asiento, pero éste me
mira impasible; se levanta mientras el vehículo se detiene por completo y se
dirige a la puerta sin mediar palabra. ¡Será maleducado! Aún sigo perpleja
cuando se me acerca el conductor y me insta a bajar 'Señorita, final del
trayecto'. Me siento completamente ridícula por haber cogido el bus equivocado.
Salgo del vehículo y, tras de mí, éste cierra sus puertas y da media vuelta
para comenzar de nuevo el descenso hacia la ciudad.
Mientras me planteo cómo volver a casa, me acerco al mirador: los últimos rayos de sol de la tarde se reflejan en nuestro querido Mediterraneo y un tono entre dorado y cobrizo ilumina la ciudad. Mi barrio, el Eixample, reluce de forma especial. ¡Hace tanto tiempo que no subía hasta aquí! Miro mi atracción favorita con nostalgia. A los pocos minutos estoy dentro del parque y me dirijo decidida hacia el avión; no hay cola. Rápidamente me permiten subir y ocupar un asiento. Recuerdo a la perfección los viajes con mi abuelo. Él me explicaba que volábamos en una réplica a escala real del Rohrbach Roland, avión que usó la aerolínea Iberia para hacer el primer vuelo comercial entre Barcelona y Madrid. A mi abuelo le fascinaban los aviones.
Han pasado ya varios minutos pero nadie más ha decidido subir; la hélice comienza a girar sólo para mí. Una emoción infantil me recorre el cuerpo. Miro embelesada por la ventanilla, cual niña de seis años, feliz, y temerosa a la vez por el correcto funcionamiento del antiguo aparato. Tras una primera vuelta completamente normal, un movimiento brusco hace que el mítico avión se desancle de la estructura y arranque el vuelo. Grito asustada pero nadie me escucha. Abajo, la noria sigue girando y los niños comen nubes de algodón. Nadie parece percatarse del terrible incidente.
Planeo por el cielo y poco a poco me voy relajando en mi pequeño avión rojo. Atrás quedala Montaña
Mágica y la
Torre de Collserola. Sobrevuelo el Carmel, Sant Gervasi y el
Parc Güell. Giramos a la derecha y ahora nos dirigimos hacia el barrio de
Gràcia. Noto cómo mi abuelo me agarra la mano en este paseo aéreo tan especial.
Las primeras farolas se encienden a mis pies mientras avanzamos en dirección al
mar. Llegamos a Las Ramblas, el barrio gótico y el monumento a Colon. El
traqueteo de la hélice y el ruido del motor me van dejando adormilada hasta
que, de repente, mi querido avión se queda sin combustible y, tras una sacudida
amenazadora, comienza un descenso en picado. ¡Caemos directos sobre una de las
cestas del Teleférico!
Doy un bote en mi asiento y mi mejilla choca con un fornido hombro. Un joven, a mi lado, me mira algo contrariado. Próxima parada... Gran Vía - Sardenya. Siempre me duermo hacia el lado equivocado.
Miro al exterior. El bus está aminorando la marcha al coger las últimas curvas de la carretera de
Mientras me planteo cómo volver a casa, me acerco al mirador: los últimos rayos de sol de la tarde se reflejan en nuestro querido Mediterraneo y un tono entre dorado y cobrizo ilumina la ciudad. Mi barrio, el Eixample, reluce de forma especial. ¡Hace tanto tiempo que no subía hasta aquí! Miro mi atracción favorita con nostalgia. A los pocos minutos estoy dentro del parque y me dirijo decidida hacia el avión; no hay cola. Rápidamente me permiten subir y ocupar un asiento. Recuerdo a la perfección los viajes con mi abuelo. Él me explicaba que volábamos en una réplica a escala real del Rohrbach Roland, avión que usó la aerolínea Iberia para hacer el primer vuelo comercial entre Barcelona y Madrid. A mi abuelo le fascinaban los aviones.
Han pasado ya varios minutos pero nadie más ha decidido subir; la hélice comienza a girar sólo para mí. Una emoción infantil me recorre el cuerpo. Miro embelesada por la ventanilla, cual niña de seis años, feliz, y temerosa a la vez por el correcto funcionamiento del antiguo aparato. Tras una primera vuelta completamente normal, un movimiento brusco hace que el mítico avión se desancle de la estructura y arranque el vuelo. Grito asustada pero nadie me escucha. Abajo, la noria sigue girando y los niños comen nubes de algodón. Nadie parece percatarse del terrible incidente.
Planeo por el cielo y poco a poco me voy relajando en mi pequeño avión rojo. Atrás queda
Doy un bote en mi asiento y mi mejilla choca con un fornido hombro. Un joven, a mi lado, me mira algo contrariado. Próxima parada... Gran Vía - Sardenya. Siempre me duermo hacia el lado equivocado.
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