martes, 27 de agosto de 2013

Con la A de Almitis


Tiene usted el alma inflamada ­—determinó aquel doctor con porte serio y bigote afilado—, como ves es un caso muy rápido de diagnosticar pero más lento de curar —prosiguió diciendo mientras arrancaba un hoja de su bloc de recetas—. No te puedo inmovilizar el alma ¿no? —levantó la vista de la hoja y se quedó mirándome fijamente. Intenté buscar algún atisbo de sonrisa o complicidad bajo aquel bigote pero no lo encontré.

—Perdón — dije tímidamente—, ha dicho usted ¿alma? —me atreví por fin a preguntar, aún perpleja.

— Si señorita, una almitis en toda regla. Haga reposo sentimental y tómese tres veces al día este antinflamatorio que le receto. Trate de descansar, no sufra en la medida de lo posible para evitar que le duela más de lo estrictamente necesario —sentenció tendiéndome la mano como quien da una visita por terminada.

Me pasó por la cabeza que me estuviera tomando el pelo, pero los médicos no toman el pelo hasta donde yo sé... Cogí la receta que me entregaba mientras multitud de preguntas me atiborraban la cabeza.

—¿Puedo ir a nadar? —fue la primera que logró salir por mi boca.

—Debe usted hacer vida normal siempre y cuando no le afecte el alma. Yo diría que nadar no le va a perjudicar en absoluto ¿no lo cree así? —y entonces dejó entrever una sonrisa que a mí me pareció de lo más burlona.

Me sentí tonta y a la vez muy cabreada. No entendía nada y aquel supuesto profesional me estaba empezando a sacar de mis casillas.

¿Cuantos días debía 'reposar'? ¿Qué era exactamente lo que tenía que evitar? ¿Enamorarme? ¿Hablar con mi ex? ¿Ver Titanic una vez más? ¿Pensar en el hambre en el mundo? Pero sobre todo, ¿cómo había llegado a la conclusión de que yo tenía el alma hinchada? Ni una sola de esas preguntas salió a la luz en aquel despacho inmaculado. Me giré indignada y salí de allí con el mismo dolor con el que había llegado y de regalo me llevaba un montón de serias dudas sobre la reputación de la sanidad en general y de aquel doctor en particular. Cierto es que me dolía la zona cercana al corazón y que si tengo que ubicar el alma en algún lugar físico de mi cuerpo éste sería sin duda el órgano escogido, pero la idea de materializar el alma era algo que no me acaba de encajar en mi mente racional. Para empezar no lograba dar forma a mi alma y algo que no tiene forma... ¿Cómo se va a hinchar?

Al día siguiente decidí acudir a un doctor distinto al anterior, uno que no conocía de nada pero que visitaba en el horario que más me convenía. Era más joven que el bigotudo, tenía un rostro agradable, de esos que inspiran confianza y tranquilidad.

—¿Qué puedo hacer por ti? — me tuteó en tono simpático y cordial.

—Hace unos días que me duele aquí —le dije señalando la zona medio del pecho, justo a la derecha del corazón.

—Vamos a ver — se puso en pie—, quítate la camiseta y túmbate en la camilla.

Me estuvo palpando la zona y auscultando a la vez que me hacía preguntas del tipo ¿te duele al respirar? ¿el dolor se irradia en alguna dirección concreta? ¿aquí también te duele?

—No, es un dolor fijo y agudo, como si me clavaran una pequeña aguja de coser.

—No parece que sea muscular. Te haré un electro para descartar algo más grave pero casi que ya te puedo afirmar que se trata de una almitis tradicional, nada grave, sencillamente una inflamación leve del alma.

De nuevo me quedé muda, cavilando sobre el diagnóstico que aquel doctor estaba introduciendo en el programa informático. Se le veía hábil con las teclas, usaba ambas manos para teclear y rápidamente introdujo todas sus conclusiones en mi expediente.

—Alma... —susurré yo sin darme cuenta que estaba verbalizando mis pensamientos.

—Sí, pero no te preocupes que no es grave. Evita los sufrimientos y deja los dramas aparcados por unos quince días. Por lo demás puedes seguir con tu ritmo habitual. Sería conveniente que rieras profundamente unas tres veces al día y que sonrías otras tantas.

—Y la baja es necesaria? —me aventuré a preguntar—. Puestos a aceptar aquel disparate, mejor hacerlo en casa y sin trabajar.

—¿Trabajas en una funeraria, con enfermos terminales, en una ONG en países subdesarrollados, en el sector de la minería, en la policía antidisturbios...?

—Soy diseñadora gráfica —le corté poco esperanzada.

—Entonces no hay incompatibilidad ninguna con su proceso de recuperación —y me sonrió amablemente mientras me tendía la mano a modo de despedida.

Si conociera a mi jefe y viera mi nómina a final de mes seguro que no descartaba tan rápidamente mis nueve horas diarias frente al ordenador de su lista de trabajos dramáticos y fatales para el alma.
Estuve tentada de preguntarle por la forma que tenía el alma y si en efecto pesaba 21 gramos, pero me limité a estrecharle la mano y a salir de la consulta.
 
Empecé a hacer caso a esa pequeña gran desconocida que me lanzaba punzadas de dolor a su apetencia. Decidí seguir las indicaciones del doctor más atento para cuidarla y protegerla con esmero. Imaginé que tenía forma triangular; a base de mimos y esfuerzos estaba dispuesta a redondearle los ángulos hasta dejarla en forma de media luna sonriente. Durante los siguientes días mis compañeros descubrieron mi más que digna dentadura. Sonreí a unos y a otros hasta que más de uno debió pensar que había perdido la cordura. Eliminé de mis hábitos diarios todas las penurias que pude: dejé de ver noticias sensacionalistas deprimentes, guardé todos los cds de Malú, evité coger el metro para no lidiar con el mismo mendigo de cada día, tampoco cogía el coche para no tener que aguantar los bocinazos de la gente estresada e incluso me pasé a una dieta vegetariana por no pensar en el trágico final de los animales que acababan en mi estómago. Solo escuchaba música animosa, iba caminando a los sitios, me entretenía con series cómicas y por supuesto continuaba con mis sesiones diarias de natación.

El dolor fue remitiendo, sigilosamente, hasta desaparecer por completo. Yo me sentía feliz, le hablaba y le dedicaba alguna que otra canción. Éramos buenas amigas, estábamos en sintonía. Ahora me imaginaba mi media luna sonriente al lado del corazón, aunque quizás ¡demasiado cerca de él! Igual ¡hasta se daban la mano cuando yo me despistaba! ¿Sería tan desagradecida como para cambiar mi amistad por la de un órgano absolutamente feo y viscoso?

—Siéntese y dígame, ¿qué le sucede? —me preguntó la doctora enfundada en su bata blanca.

—Me gustaría pedir hora para extirpar el alma. 


1 comentario:

  1. Me gusta y me regusta. Original, sorprendente y revelador. Si es que nos buscamos nosotros solitos nuestros problemas!

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